12 de octubre de 2010

Camino

"Dictadura: Sistema de gobierno en el que lo que no está prohibido es obligatorio."
-Enrique Jardiel Poncela

-Todas las sociedades tienen la tendencia de evolucionar hacia una dictadura totalitarista...- decía el encadenado profesor de filosofía, casi rezando.
-Desde el principio de los tiempos, la humanidad se ha visto amenazada por las sombras del control que se impone a sí misma. Concluyó.
-Maestro, es mejor que no hable, nos pueden escuchar- le dijo uno de sus ex-alumnos, que caminaba a su lado.
-¡Que me oigan entonces! ¡Quiero conocer su poder!- gritaba, dirigiéndose específicamente al guardia que controlaba aquel flujo humano, como un pastor a las ovejas.
Todos se dirigían al mismo lado. Todos tendrían el mismo destino. Todos eran controlados.
Desafiar al sistema es lo peor que podías hacer. El profesor y gran parte de su alumnado habían sido arrestados por la Fuerza del Orden y se había girado la orden de mandarlos al campo de concentración #4, a las afueras de la ciudad.
Todo el poder se centraba no en una persona, sino en un grupo de ellas. En absoluto secreto mantenían al ras a las masas, después de tomar el estado a la fuerza.
La Resistencia aun existía. O aún debería existir, si es que alguna vez existió realmente.
El anciano profesor no lo podía saber. Él había visto el fugaz golpe, aquel día en el que todo cambió, pero no podía recordarlo. Era cómo si no existiera realidad anterior al establecimiento de la dictadura.
Ahora caminaban con un grillete firme en sus pies. Sus monocromáticas vestiduras hacían parecer a los prisioneros un río de color gris, que se movía despacio hacia la muerte.
El espantoso letrero que anunciaba el fin de la libertad, el inicio del campo de concentración más grande del país; sólo anunciaba una sola palabra: ¡Obedece!
Y caminaban todos a paso monótono hacia unas frágiles construcciones de lámina; decoradas únicamente con la numeración del miserable establecimiento. Dentro, unas raídas mantas esperaban, a modo de cama a los que allí vivirían.
-Recuerden que podrán encerrarnos, matarnos si a así lo desean; ¡pero jamás podrán controlarnos! gritó el profesor buscando las últimas fuerzas de rebeldía que le quedaban.
Dos guardias se miraron fríamente y tomaron al profesor de la ropa. El alumno se quedó asustado, temeroso por la vida de su profesor. Pasaron las horas y los mismos guardias tiraron al profesor dentro de la casa de lámina. El golpe despertó a todos; pero el profesor parecía no haber sentido nada.
Al principio pensaron que estaba muerto. Pero respiraba. Creyeron entonces que estaba inconsciente; hasta que empezó a  musitar extrañas palabras que ninguno entendió. Finalmente cedió al sueño, hasta que amaneció.
De los altos postes enclavados en el campo, surgía un sonido que recordaba a una trompeta; que con sus lastimeras notas quería levantar a todo el campo. Los viejos megáfonos apenas y cumplían su función.
El alumno vio a su maestro agazapado contra el muro. Era la primera vez que lo veía llorar.
-¿Qué le pasa profesor?
Él no le contestaba.
-¿Qué le...?
-Me equivoqué,- interrumpió el profesor- ellos siempre nos han podido controlar, ellos pueden.
-¡No diga eso! ¡Aún tenemos nuestras mentes y así combatir al régimen...
-¡No! Ellos son capaces de todo; no sé que me hicieron; pero ahora comprendo que todo en lo que creí alguna vez es mentira.
-¡No permita eso!... No permita eso... No...- dijo el alumno, con un nudo en la garganta.
No podía llorar. No por qué su edad, su condición, su identidad no se lo permitieran. No podía siquiera sacar una lágrima. Se sentó impotente en el suelo de la casa de lámina; con la cabeza mirando hacia el suelo.
Cerro un puño. Lo apretó con fuerza. Entonces se dio cuenta de que nadie había en la construcción. Salió corriendo de allí, encontrándolos trabajando. A lo lejos miraba el sufrimiento de la minería y pensó que si esto era la vida no valía la pena.
Mientras regresaba con el profesor, se escuchó una explosión.
Pensó inmediatamente en la mina y corrió de nuevo hacia allá cuando empezó a escuchar disparos, gritos de guerra y el azote de las ruedas de viejas camionetas sobre la tierra y el polvo.
Ellos les daban armas a los presos y mataron a los guardias que vigilaban la mina. Era un sueño, una pesadilla. No lo sabia. Y aunque frente a sus ojos se alzase la resistencia, mítica resistencia, inexistente resistencia; no lo podía creer.
Regresó con el profesor y vio que seguía lamentándose. Lo levantó contra su voluntad y jalándolo del brazo lo arrastró a ver a esos rebeldes.
-No puede ser...- fueron sus únicas palabras.
Y vieron cómo el fuego de la resistencia ahora era respondido. Vieron caer a varios de los rebeldes.
-La reja está abierta, hay que irnos de aquí.
-Vete; si así lo deseas.- dijo el profesor.
El alumno corrió hacia una camioneta que esperaba por los presos y subió a ella. Cuando se dirigían hacía la salida, el vehículo tomó un camino desierto. Faltaban pocos metros para la salida, cuando la camioneta estalló en llamas.
El profesor lo vio todo. Sabía que debajo de la tierra habían minas y sólo había explotado una de ellas. Rió. Rió no por ver a sus alumnos y demás presos morir, sino por que sabía que tenía razón.
Al mismo tiempo, su risa; ahora estrepitosa carcajada, le hacía saber que por dentro estaba muerto.

3 comentarios:

Silent dijo...

Hale. Esperaba ya tus palabras para la siguiente entrada, pero, en realidad me has sorprendido. Fue como ver una buena película dentro de mi mente. Casi podía sentir el ambiente que describes. Muy bien, ¡mola! =)

Gerardo Morales dijo...

Gracias. Lamento el retraso pero tuve un terrible bloqueo creativo y no pude terminarlo hasta ahora.

Silent dijo...

xD Está bien, no debes presionarte a la hora de escribir =) Saludos n_n